Dos cúlmenes de la filosofía, a menudo
similares, cada cual en su época. Se ha dicho que ambos poseen una analogía
histórica, de modo que ocupan una posición similar dentro de su época.
En
primer lugar debemos resaltar el fuerte carácter de ambos, despreciativo,
contrario a la masa, poseedor de una visión única del universo. Ambos
condenaron bajo su crítica todo lo criticable de su época, pocos autores fueron
quienes se salvaron: en el caso de Heráclito se trata de Teutamo, que había
dicho que “la mayoría de los hombres eran malos”; en el caso de Nietzsche, el
existencialismo de Sartre o el relativismo de Montesquieu. Por lo demás, todo
orden reinante fue punto de mira para sus agudas miradas.
Ambos
poseían aires de grandeza: esperaban del mundo más de lo que obtenían, de modo
que esto provocara una desconfianza casi brutal hacia todo lo que les rodeaba,
tanto la sociedad como el orden político, inmersos cada uno en una especie de
ascetismo orgulloso. Casi llega a parecer Heráclito Zaratrustra cuando dice que
“Dios llama niño al hombre del mismo modo que el hombre designa a un niño
pequeño”. Así, Zaratrustra dirá que “el hombre es un mono para el superhombre,
y le causa la misma vergüenza que el mono se la causa al hombre.”.
Derivado
de lo anterior, se desprende una gran voluntad que insta a cada uno a llegar
todo lo alto que su naturaleza le permita, y junto con tal conocimiento y
sabiduría, a la par, una conciencia total de autodominio. Este individualismo
que otorga al sujeto la necesidad de combatir contra el medio para llegar a ser
él, dictar su vida a través de su propia experiencia, no está lejos de aquella
enseñanza que emana constantemente en Nietzsche de que aquella mitad de la vida
que es sufrimiento es fundamentalmente necesaria para la plenitud y felicidad
propias. Del mismo modo, y aplicado no solo al desarrollo personal, sino a todo
el sistema del cosmos, Heráclito dirá que se trata de una lucha de contrarios,
de un fluir constante que se equilibra a sí mismo debido a sus propias
desigualdades, esto es: para que exista armonía ha de existir la guerra.
Nietzsche
tenía mucho de combativo, y en más de una ocasión defendió que la guerra fuera
necesaria: esto no hay que entenderlo en la errónea pero comúnmente aceptada
idea de que Nietzsche es el predecesor del nazismo, sino que su misma vitalidad
es producto de una lucha con el medio, su misma oposición con el mundo
representa su individualidad, y con ella, la voluntad de vivir.
¿Cómo
hemos de entender esta constante guerra, en términos de Heráclito? Pues bien,
su metafísica, que se fundamentaba en el elemento del fuego (esto es, una
metafísica monista), se podría definir como justicia cósmica, y más bien
representaba una visión materialista del universo, donde los cambios son
producidos por una lucha de opuestos que hacen del mundo un constante cambio
pero siempre en equilibrio, tanto en la materia como en el pensamiento: la
muerte de una cosa significa el nacimiento de otra, los elementos en igualdad
de poder y constante oposición. De este modo, dirá que lo uno es todo y que
todo es uno, y a su vez, que el mundo es y será siempre cambio, o como
defendería Hegel, una síntesis de contrarios.
Es
posible ver en esto cierta analogía con Nietzsche que, transmutándolo en
términos morales, defenderá una superación de los términos “bueno” y “malo”.
Pues si el mal es necesario para la felicidad, o el equilibrio, no es malo en
sí, sino relativamente en una situación dada. El bien y el mal se identifican
en una síntesis que culmina en el desarrollo propio, o dicho en palabras de
Séneca: “ignorar las desgracias es ignorar la otra mitad de la vida”, “quien
más desgraciado es, más dichoso será en el futuro”; y que representa
perfectamente Demetrio cuando dice: “no existe persona más desgraciada que
aquella que no ha sufrido desgracia alguna”. De todo ello se desprende una
visión del mundo que es constante lucha, el mal de ahora será bien en el futuro
y viceversa, o lo que es lo mismo, en palabras de Heráclito: “guerra es
justicia”. Así, Heráclito dirá que “lo bueno y lo malo es uno” y que “para Dios
todas las cosas son buenas”, al contrario que sucede con el hombre.
Si
bien Heráclito habla de Dios (en contraposición a los “dioses”), y Nietzsche
declara la muerte de Dios, no se trata del mismo en ambos. Cuando Nietzsche
declara la muerte de Dios, no niega la espiritualidad, pues, como diría “el
niño dice: todo yo soy cuerpo y alma, ¿y porque no expresarse como los niños?”.
Nietzsche declara la muerte del Dios cristiano por someter al hombre, y
Heráclito dirá que Dios es la encarnación de la justicia cósmica. No hay
oposición entre ambas posturas. El Dios de Heráclito probablemente sea la
visión impactante del mundo como sistema organizado, imponente e
inconmensurable, y a la vez vivo y en movimiento. Seguramente no se tratara de
una entidad creadora, sino de la manifestación de la magnificencia del
universo. Y en esto mismo no está en oposición con Nietzsche, que hablaba de la
vida terrena, de la naturaleza y las pasiones. Dios es lo que está en todo, y
con ello no hablamos de una personalidad cuasi-material y superior, sino del
mundo mismo, que no es un pozo de desgracias como hicieron creer los
cristianos, sino precisamente el fundamento de la vida, y por ende, en cierto
modo, un Dios.
Podemos
observar que ambos defienden una vida interior, un ascetismo profundo que emana
de las mismas ansias de vivir. Vivir es conocer y expresarse, y el mundo es el
lugar idóneo para ello. El mundo ofrece todas las posibilidades, es eterno (si
se permite el término, en cuando el fuego central nunca se apaga, solo se
transforma, constantemente), y por ende, el motivo de la vida. La vida es
conjunción de corporeidad y espiritualidad, y en esto encajan bastante bien la
importancia del término “salud” en Nietzsche y la idea de gimnasia en la
antigua Grecia, disciplina fundamental. Vemos, por tanto, la importancia de la
vida en ambos autores
¿Por
qué entonces el carácter oscuro e incluso melancólico en ambos? Hemos visto lo
magnifico que es el universo; mas el hombre común, sin embargo, parece ciego
ante tal visión. Heráclito, como Nietzsche, despreciaba a las masas por su
igualdad, así como por su bajeza ante la vida. Heráclito llegará a decir que “a
los efesios les convendría ahorcarse, al menos todos los hombres adultos,
porque han desterrado a Hermodoro, el mejor, diciendo: no queremos un hombre
que destaque entre nosotros”. Es fácil de comprender, la sociedad exige
igualdad, más no todos los hombres son iguales, de modo que se produce una
colisión entre el individuo y la sociedad cuando el primero demuestra una
superioridad intelectual o moral (se acepta sin embargo la desigualdad de poder
o económica). ¿Qué se deriva de esto? No ya la desigualdad en cuanto a
capacidad se refiere, sino una completa oposición entre ambos, una exclusión.
La sociedad muestra entonces desprecio y el despreciado conocerá los manjares
que la soledad ofrece. La soledad es intimidad, conocimiento de uno mismo,
reflexividad, y por tanto, conocimiento del mundo. Aquí radica la
espiritualidad antes mencionada. Todo el mundo se compone de opuestos: del
mismo modo combaten el espíritu libre y la sociedad, el uno guiado por el
conocimiento interior (que como defendería Heráclito era el mismo en todo ser
humano: “el Nous es igual en todos”) y el otro guiado sin embargo a través de
los prejuicios y la inercia. El conflicto es inevitable.
¿Cuáles
son las consecuencias? Heráclito dirá, en su anterior cita sobre Hermodoro, que
una vez ahorcados todos los efesios, los imberbes deberían gobernar la ciudad.
Ello muestra su confianza en el ser humano, en sus posibilidades. La política y
la sociedad están corruptas, de eso no hay duda, pero si se acaba con todos los
corruptos, el hombre tendrá una nueva oportunidad para guiarse, esta vez sobre
principios justos. Nietzsche era sin embargo, más exclusivo. Llegó a afirmar
que el hombre común no se merece su existencia, que está condenado, y por
tanto, no hay que combatir contra él, sino simplemente dejarle morir;
reservaría la superioridad como hombre a unos pocos que fueran capaces de
superar al viejo hombre, y con ello no defiende esta práctica a la totalidad,
sino a un grupo exclusivo de hombres libres y sanos, opuestos a la masa.
Merezca
o no la totalidad o una exclusividad esta vida superior, o en otras palabras:
igualdad de oportunidad y desigualdad en capacidad; hay que preguntarse, ¿es
posible alcanzarla, o está inevitablemente reservada para el individuo rebelde,
opuesto a todo lo demás, trágica e irresoluble?
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