En la Filosofía nos encontramos primeramente
con una distinción entre Materialismo e Idealismo, cada uno de los cuales ha
nutrido, a su manera, el conocimiento del hombre. La Antropología, como estudio
del hombre y de la cultura, cae por tanto bajo el dominio de la Filosofía, y de
igual manera afectará a su teorización la concepción fundamental sobre la que
se apoye.
En
Antropología nos encontramos, de igual modo que en filosofía, con un vasto
campo de conocimiento cuyo núcleo principal es un término ambiguo: el hombre, y
su correlación: la sociedad. Al término hombre se corresponden varios
conceptos, pues incluye características de todo tipo, o lo que es lo mismo, se
le define únicamente desde alguna de sus características: el hombre como ser
biológico, como ser metafísico, como ser social, económico, geográfico… pero lo
importante no es qué es el hombre, sino qué es el hombre para la sociedad: ¿un
producto predeterminado o un peso en la balanza del cambio? ¿Agentes o receptores de la sociedad? La
filosofía, como deleite en la reflexión que es, ha suscitado desde siempre
cuestiones acerca de la naturaleza humana y su relación con la sociedad, y por
lo tanto cae bajo el dominio de la antropología. De ahí que podamos considerar
a Aristóteles, por ejemplo, un proto-antropólogo, o a Nietzsche como uno de la
edad moderna.
A
la antropología corresponden dos conceptos: individuo y estructura social. La
relación entre ambos se podría expresar de la siguiente manera: la cultura
(estructura de conocimiento y costumbres) es una fuerza medioambiental que
determina el desarrollo del individuo. Pero del mismo modo, la cultura es una
manifestación de las necesidades psico-biológicas del ser humano (Malinosky), a
lo largo de la evolución (teoría evolucionista). Esta posición comúnmente aceptada
viene a significar la nulidad del hombre como individuo: aun con cierto radio
de acción y pensamiento, no es sino un resultado fortuito. De esta manera, el filósofo y olvidado
novelista Olaf Stapledon afirmaba “tener la edad mental de un adolescente a la
edad de cuarenta años… desaprovechado por el capitalismo y otros síntomas”, en el
prólogo de lo que es una cosmogonía.
A
este respecto cabe afirmar dos cosas: la primera, que la cultura, como
superestructura unitaria, como medioambiente, determina el desarrollo del
individuo, del mismo modo que en filosofía materialista aceptaríamos la
estructura de la realidad, de la que forman parte los sujetos. Esta posición la
podríamos calificar de Realista: pero a su vez esta realidad configurada o
cultura tiene su propia explicación medioambiental, fruto de las necesidades
humanas. Al materialismo le debemos el mérito de la cientificidad, de explicar
los hechos con hechos y no con ideas. Y segundo, el plano ético-político que
entraña. Pues la cultura no solo se refiere a cómo es la gente en general, cómo
piensa, cómo actúa, sino que es un conjunto de instituciones políticas que
gobiernan material e intelectualmente a las sociedades. Es decir, la cultura
está legitimada por la estructura política, pero la estructura política solo es
el resultado de la estructura económica. Muy por debajo de este despotismo
súper-estructural, que ya no es Realismo sino un cierto Determinismo o
violencia de Estado, se encuentra, como señala el filósofo y revolucionario
Miguel Bakunin, la tiranía social, “que domina al hombre por la masa de los
sentimientos y los prejuicios, de una forma suave, insinuante. Lo envuelve
desde su nacimiento, lo traspasa, lo penetra y forma la base de su ser mismo,
más o menos, y muy a menudo sin darse cuenta si quiera”. ¿Qué es el hombre,
pues? El resultado de un bucle de acciones y pensamientos impuestos
exteriormente, asimilados de forma subconsciente, reproducidos de forma
automática, y traspasados a la descendencia, reproduciendo de nuevo el ciclo.
Vemos aquí la teoría del despotismo de Estado de pensadores como Piotr Kropotkin,
geógrafo y padre fundador de la antropología ecológica, que da cuenta de la
dificultad de condiciones en que parte el individuo común para realizarse en un
ámbito político-económico de carácter competitivo, pues se traduce en una ética
del egoísmo y la rentabilidad, del poder, en suma; y propone una economía
ecológica en donde los diferentes reinos se retroalimentan, esto es, una forma
de vida adecuada al medioambiente. Vemos también la teoría de la jerarquía
simbólica freudiana y psicoanalítica en general, y muy ligado al conductismo,
la enseñanza del Estado y los medios de masas.
Vemos a Nietzsche, Hesse o Kafka como ejemplos de la insatisfacción del
mundo “civilizado”, demasiado grandes para su tiempo, para poder explayarse en
su ser, demasiado limitados por las convenciones sociales, por constituir una
superación de los modos del tiempo en que vivían. Y así el Realismo se
convirtió en Pesimismo. Es más, el modelo social de masas actual es altamente
criticable: exige una economía de explotación, un mercado competitivo, una
política supranacional, y todo ello repercute en una sociedad estratificada, ya
de por si enfrentada consigo misma, en modelos de vida y de conducta que, en la
actualidad, realmente no aportan nada a la humanidad, solo destruyen el
medioambiente. Podemos afirmar que este desarrollo es unilateral: solo apunta
al bienestar material, al avance tecnológico con objetivos puramente
comerciales y de entretenimiento, o lo que es peor, al campo de lo militar. El
progreso económico ha desembocado en progreso científico, sí, pero solo en
cuanto que pretende ampliar, más aún, su progreso económico. Y como resultado
de todo el proceso, la política de la que tanto nos enorgullecemos: la
democracia liberal, que no es sino un paralelismo de la democracia ateniense:
pues del mismo modo que su igualdad residía sobre la inferioridad y la
explotación material de los esclavos, nuestra igualdad y bienestar económico reside
sobre la explotación material de masas en países tercermundistas.
La
única solución a tal locura es comenzar de cero. Cambiar conscientemente las
estructuras políticas, económicas y de la vida social supone el cambio cualitativo
de una sociedad dormida a una sociedad despierta, activa. Tal esfuerzo de
voluntad repercutiría necesariamente en el modo de concebir la vida, en las
relaciones con los semejantes. Un ejemplo poco destacado en nuestra historia es
el de la Cataluña anarquista de 1936 que, liberada de todo gobierno, se centró
en el empleo y la educación. Durante unos años, hasta la victoria franquista,
la sociedad catalana gozó de pleno empleo y educación gratuita. Esta educación
no consistía en los textos libertarios que sí ideaban la revolución, sino en
una enseñanza clásica en matemáticas, lengua, geografía… pero también arte,
pintura, literatura, filosofía y teorías científicas. La Revista Blanca, por
ejemplo, es un ejemplo del espíritu emancipador que sí puede lograr resultados
excelentes en el auto-desarrollo de la cultura, entendida como fenómeno real,
compuesto de individualidades y por tanto cuantificable. Los antropólogos
recalcan constantemente la flexibilidad de la naturaleza humana, de modo que,
ante la realidad de la inflexibilidad de la cultura (ya que su objetivo es
mantenerse, perdurar, tanto más cuanto más institucionalizada y legitimada sea),
se esfuerzan por hacer compatible la libertad humana y las instituciones político-culturales
legalizadas, afirmando que tales instituciones son el medio de dicha libertad.
Pero si hemos de ser sinceros con el materialismo filosófico afirmaremos que
no, que éste medio es dañino para el individuo, que no es el medio apropiado
para el hombre, que el hombre puede ser más, en definitiva. La utopía del
materialismo (utopía no significa irrealizable) es simplemente una sociedad
sana, ecológica, ética, responsable en el reparto y recepción de la propiedad,
y un claro enfoque de sostenibilidad en el progreso científico-tecnológico. El
Realismo determinista y pesimista es una realidad que debemos aceptar, pero que
debemos superar. Considero el ensayo de Aldoux Huxley “La isla”, de estructura
claramente etnográfica, el ejemplo de la posibilidad de una cultura sin
tensiones, realmente orgánica, consciente y activa en su papel económico y
espiritual, y no coercitiva en cuanto al individuo. Aquí, la cultura más que
ser un molde, una maquinaria de producción, es un acceso del individuo al campo
de lo social, de lo comunitario, de la vida real de hoy, y sobre todo, del arte
de vivirla.
El
relativismo, como paralelismo del individualismo que es, es por tanto una
premisa fundamental para la antropología. No es solo una defensa de la flexibilidad
de la naturaleza humana sino una condición para su emancipación, pues admite la
diferencia pero no la superioridad. Pues aunque ciertos autores vean en el telos de la humanidad al súper-estado
mundial, de gobierno liberal y economía capitalista, proclamando la igualdad
del hombre y defendiendo el objetivo común, y vean dicho Estado como una
prolongación del individuo y su libertad, una persona consecuente entiende por
ello la máxima represión del hombre. Ante ello, solo queda adoptar la rebelión,
la lucha, el nihilismo. El materialismo ha sido el medio filosófico por el que
la reflexión entiende la realidad en estructura ascendente, da sentido a las
cosas a través de condiciones materiales. Ahora bien, una visión consecuente
del materialismo ha de entender el orden actual como algo pernicioso: más bien
debería entender las posiciones privilegiadas de la cultura, las clases altas
de la jerarquía social, que en el fondo dominan la estructura económica, como
un resultado de mantenimiento de poder. Mantenimiento de poder que, según
palabras de George Orwell, sucede desde el Paleolítico. Kropotkin afirmaba algo
similar: “paralelo a la dominación de la naturaleza llegó la dominación del
hombre”. Es por ello que las filosofías de las revoluciones adoptaron la
concepción materialista: la estratificación social es producto del mal reparto
de bienes materiales, la acumulación de capital llevó a la creación de
instituciones políticas y económicas que salvaguardasen dichos centros de poder
que, con el tiempo, han evolucionado hasta lo que conocemos como Estado-Nación.
El Estado-Nación es esa maquinaria diseñada para la prosperidad económica
general, sin importar realmente los individuos que las conforman: en la novela
1948 no importaba de qué clase social proviniese el futuro funcionario, lo
importante era que se mantuviese la estructura. En franca oposición, la Ciudad
Libre de Christiania en Copenhague, Dinamarca, se la podría denominar como
Anarquista. Allí gobierna la Asamblea General, compuesta por ciudadanos elegidos
en democracia directa. Independientes
del Estado Danés, no pagan impuestos, de modo que el comercio resulta mucho más
asequible. Debido a sus bajos precios y la permisión de consumo de drogas
blandas, atrae numerosos turistas y la ciudad prospera en calidad de vida desde
1971.
En
conclusión, podemos afirmar que la contrapartida a la realidad “absolutista” del
Estado-Nación aún es posible hoy día: una cultura no dogmática, no absorbente,
no clasista, que reparta adecuadamente los bienes materiales, única causa del
conflicto, y cuyo objetivo sea la realización personal, el florecimiento
individual. Una cultura así poseería un método educativo muy diferente al
actual, en donde lo importante no es la acumulación memorial de conocimiento
sino su asimilación. Una educación así incluiría no solo la dimensión de la
política (los Estados-Nación no educan a sus ciudadanos por lo general en la
propia teoría política, de modo que toda la participación del ciudadano medio
consiste en decidirse por un político u otro para las elecciones), sino la
dimensión de la meditación, la expresión corporal, la creatividad artística o
el mismo arte de vivir, como defiende Osho, pensador oriental centrado en la
dimensión introspectiva del ser humano.
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