La escuela de Atenas

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viernes, 9 de septiembre de 2016

Interrelación filosofía-antropología

En la Filosofía nos encontramos primeramente con una distinción entre Materialismo e Idealismo, cada uno de los cuales ha nutrido, a su manera, el conocimiento del hombre. La Antropología, como estudio del hombre y de la cultura, cae por tanto bajo el dominio de la Filosofía, y de igual manera afectará a su teorización la concepción fundamental sobre la que se apoye.
                En Antropología nos encontramos, de igual modo que en filosofía, con un vasto campo de conocimiento cuyo núcleo principal es un término ambiguo: el hombre, y su correlación: la sociedad. Al término hombre se corresponden varios conceptos, pues incluye características de todo tipo, o lo que es lo mismo, se le define únicamente desde alguna de sus características: el hombre como ser biológico, como ser metafísico, como ser social, económico, geográfico… pero lo importante no es qué es el hombre, sino qué es el hombre para la sociedad: ¿un producto predeterminado o un peso en la balanza del cambio?  ¿Agentes o receptores de la sociedad? La filosofía, como deleite en la reflexión que es, ha suscitado desde siempre cuestiones acerca de la naturaleza humana y su relación con la sociedad, y por lo tanto cae bajo el dominio de la antropología. De ahí que podamos considerar a Aristóteles, por ejemplo, un proto-antropólogo, o a Nietzsche como uno de la edad moderna.
                A la antropología corresponden dos conceptos: individuo y estructura social. La relación entre ambos se podría expresar de la siguiente manera: la cultura (estructura de conocimiento y costumbres) es una fuerza medioambiental que determina el desarrollo del individuo. Pero del mismo modo, la cultura es una manifestación de las necesidades psico-biológicas del ser humano (Malinosky), a lo largo de la evolución (teoría evolucionista). Esta posición comúnmente aceptada viene a significar la nulidad del hombre como individuo: aun con cierto radio de acción y pensamiento, no es sino un resultado fortuito.  De esta manera, el filósofo y olvidado novelista Olaf Stapledon afirmaba “tener la edad mental de un adolescente a la edad de cuarenta años… desaprovechado por el capitalismo y otros síntomas”, en el prólogo de lo que es una cosmogonía.
                A este respecto cabe afirmar dos cosas: la primera, que la cultura, como superestructura unitaria, como medioambiente, determina el desarrollo del individuo, del mismo modo que en filosofía materialista aceptaríamos la estructura de la realidad, de la que forman parte los sujetos. Esta posición la podríamos calificar de Realista: pero a su vez esta realidad configurada o cultura tiene su propia explicación medioambiental, fruto de las necesidades humanas. Al materialismo le debemos el mérito de la cientificidad, de explicar los hechos con hechos y no con ideas. Y segundo, el plano ético-político que entraña. Pues la cultura no solo se refiere a cómo es la gente en general, cómo piensa, cómo actúa, sino que es un conjunto de instituciones políticas que gobiernan material e intelectualmente a las sociedades. Es decir, la cultura está legitimada por la estructura política, pero la estructura política solo es el resultado de la estructura económica. Muy por debajo de este despotismo súper-estructural, que ya no es Realismo sino un cierto Determinismo o violencia de Estado, se encuentra, como señala el filósofo y revolucionario Miguel Bakunin, la tiranía social, “que domina al hombre por la masa de los sentimientos y los prejuicios, de una forma suave, insinuante. Lo envuelve desde su nacimiento, lo traspasa, lo penetra y forma la base de su ser mismo, más o menos, y muy a menudo sin darse cuenta si quiera”. ¿Qué es el hombre, pues? El resultado de un bucle de acciones y pensamientos impuestos exteriormente, asimilados de forma subconsciente, reproducidos de forma automática, y traspasados a la descendencia, reproduciendo de nuevo el ciclo. Vemos aquí la teoría del despotismo de Estado de pensadores como Piotr Kropotkin, geógrafo y padre fundador de la antropología ecológica, que da cuenta de la dificultad de condiciones en que parte el individuo común para realizarse en un ámbito político-económico de carácter competitivo, pues se traduce en una ética del egoísmo y la rentabilidad, del poder, en suma; y propone una economía ecológica en donde los diferentes reinos se retroalimentan, esto es, una forma de vida adecuada al medioambiente. Vemos también la teoría de la jerarquía simbólica freudiana y psicoanalítica en general, y muy ligado al conductismo, la enseñanza del Estado y los medios de masas.  Vemos a Nietzsche, Hesse o Kafka como ejemplos de la insatisfacción del mundo “civilizado”, demasiado grandes para su tiempo, para poder explayarse en su ser, demasiado limitados por las convenciones sociales, por constituir una superación de los modos del tiempo en que vivían. Y así el Realismo se convirtió en Pesimismo. Es más, el modelo social de masas actual es altamente criticable: exige una economía de explotación, un mercado competitivo, una política supranacional, y todo ello repercute en una sociedad estratificada, ya de por si enfrentada consigo misma, en modelos de vida y de conducta que, en la actualidad, realmente no aportan nada a la humanidad, solo destruyen el medioambiente. Podemos afirmar que este desarrollo es unilateral: solo apunta al bienestar material, al avance tecnológico con objetivos puramente comerciales y de entretenimiento, o lo que es peor, al campo de lo militar. El progreso económico ha desembocado en progreso científico, sí, pero solo en cuanto que pretende ampliar, más aún, su progreso económico. Y como resultado de todo el proceso, la política de la que tanto nos enorgullecemos: la democracia liberal, que no es sino un paralelismo de la democracia ateniense: pues del mismo modo que su igualdad residía sobre la inferioridad y la explotación material de los esclavos, nuestra igualdad y bienestar económico reside sobre la explotación material de masas en países tercermundistas.
                La única solución a tal locura es comenzar de cero. Cambiar conscientemente las estructuras políticas, económicas y de la vida social supone el cambio cualitativo de una sociedad dormida a una sociedad despierta, activa. Tal esfuerzo de voluntad repercutiría necesariamente en el modo de concebir la vida, en las relaciones con los semejantes. Un ejemplo poco destacado en nuestra historia es el de la Cataluña anarquista de 1936 que, liberada de todo gobierno, se centró en el empleo y la educación. Durante unos años, hasta la victoria franquista, la sociedad catalana gozó de pleno empleo y educación gratuita. Esta educación no consistía en los textos libertarios que sí ideaban la revolución, sino en una enseñanza clásica en matemáticas, lengua, geografía… pero también arte, pintura, literatura, filosofía y teorías científicas. La Revista Blanca, por ejemplo, es un ejemplo del espíritu emancipador que sí puede lograr resultados excelentes en el auto-desarrollo de la cultura, entendida como fenómeno real, compuesto de individualidades y por tanto cuantificable. Los antropólogos recalcan constantemente la flexibilidad de la naturaleza humana, de modo que, ante la realidad de la inflexibilidad de la cultura (ya que su objetivo es mantenerse, perdurar, tanto más cuanto más institucionalizada y legitimada sea), se esfuerzan por hacer compatible la libertad humana y las instituciones político-culturales legalizadas, afirmando que tales instituciones son el medio de dicha libertad. Pero si hemos de ser sinceros con el materialismo filosófico afirmaremos que no, que éste medio es dañino para el individuo, que no es el medio apropiado para el hombre, que el hombre puede ser más, en definitiva. La utopía del materialismo (utopía no significa irrealizable) es simplemente una sociedad sana, ecológica, ética, responsable en el reparto y recepción de la propiedad, y un claro enfoque de sostenibilidad en el progreso científico-tecnológico. El Realismo determinista y pesimista es una realidad que debemos aceptar, pero que debemos superar. Considero el ensayo de Aldoux Huxley “La isla”, de estructura claramente etnográfica, el ejemplo de la posibilidad de una cultura sin tensiones, realmente orgánica, consciente y activa en su papel económico y espiritual, y no coercitiva en cuanto al individuo. Aquí, la cultura más que ser un molde, una maquinaria de producción, es un acceso del individuo al campo de lo social, de lo comunitario, de la vida real de hoy, y sobre todo, del arte de vivirla.
                El relativismo, como paralelismo del individualismo que es, es por tanto una premisa fundamental para la antropología. No es solo una defensa de la flexibilidad de la naturaleza humana sino una condición para su emancipación, pues admite la diferencia pero no la superioridad. Pues aunque ciertos autores vean en el telos de la humanidad al súper-estado mundial, de gobierno liberal y economía capitalista, proclamando la igualdad del hombre y defendiendo el objetivo común, y vean dicho Estado como una prolongación del individuo y su libertad, una persona consecuente entiende por ello la máxima represión del hombre. Ante ello, solo queda adoptar la rebelión, la lucha, el nihilismo. El materialismo ha sido el medio filosófico por el que la reflexión entiende la realidad en estructura ascendente, da sentido a las cosas a través de condiciones materiales. Ahora bien, una visión consecuente del materialismo ha de entender el orden actual como algo pernicioso: más bien debería entender las posiciones privilegiadas de la cultura, las clases altas de la jerarquía social, que en el fondo dominan la estructura económica, como un resultado de mantenimiento de poder. Mantenimiento de poder que, según palabras de George Orwell, sucede desde el Paleolítico. Kropotkin afirmaba algo similar: “paralelo a la dominación de la naturaleza llegó la dominación del hombre”. Es por ello que las filosofías de las revoluciones adoptaron la concepción materialista: la estratificación social es producto del mal reparto de bienes materiales, la acumulación de capital llevó a la creación de instituciones políticas y económicas que salvaguardasen dichos centros de poder que, con el tiempo, han evolucionado hasta lo que conocemos como Estado-Nación. El Estado-Nación es esa maquinaria diseñada para la prosperidad económica general, sin importar realmente los individuos que las conforman: en la novela 1948 no importaba de qué clase social proviniese el futuro funcionario, lo importante era que se mantuviese la estructura. En franca oposición, la Ciudad Libre de Christiania en Copenhague, Dinamarca, se la podría denominar como Anarquista. Allí gobierna la Asamblea General, compuesta por ciudadanos elegidos en democracia directa. Independientes del Estado Danés, no pagan impuestos, de modo que el comercio resulta mucho más asequible. Debido a sus bajos precios y la permisión de consumo de drogas blandas, atrae numerosos turistas y la ciudad prospera en calidad de vida desde 1971.

                En conclusión, podemos afirmar que la contrapartida a la realidad “absolutista” del Estado-Nación aún es posible hoy día: una cultura no dogmática, no absorbente, no clasista, que reparta adecuadamente los bienes materiales, única causa del conflicto, y cuyo objetivo sea la realización personal, el florecimiento individual. Una cultura así poseería un método educativo muy diferente al actual, en donde lo importante no es la acumulación memorial de conocimiento sino su asimilación. Una educación así incluiría no solo la dimensión de la política (los Estados-Nación no educan a sus ciudadanos por lo general en la propia teoría política, de modo que toda la participación del ciudadano medio consiste en decidirse por un político u otro para las elecciones), sino la dimensión de la meditación, la expresión corporal, la creatividad artística o el mismo arte de vivir, como defiende Osho, pensador oriental centrado en la dimensión introspectiva del ser humano. 

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